Tres textos sobre la tradición que abarcan una diversidad de posiciones y temáticas

 

u La tradición, según yo entiendo, consistiría en repetir o imitar lo que hacían otrora nuestros antepasados. La cuestión principal de la tradición así entendida se traduce en cómo construir una casa, cuándo sembrar y cuándo cosechar, cómo vestirse para ir a la iglesia los domingos, etc. Las tradiciones están sujetas a cambio a causa del resultado acumulado de múltiples imitaciones imperfectas, a menos que fuerzas externas impidan la desviación de la actividad en cuestión, que varía por momentos antes que continuamente. En cambio el tradicionalismo -imitación deliberada de algún modelo original- no está sujeto a cambios. Si el tradicionalista cometió un error al copiar un modelo, ese error no pasará a la generación siguiente, que se remitirá al original antes que a la copia: la tradición tiene corta memoria, el tradicionalismo la tiene larga. Generalmente el tradicionalismo está sustentado por normas sociales. La tradición suele estar apoyada por una norma (como en el caso de decir cómo ha de vestirse uno para acudir a la iglesia) pero no necesariamente. Una persona que se desvía de la tradición, en cuestiones técnicas por ejemplo, es considerada por sus vecinos estúpida o excéntrica, pero no transgresora de una norma. J. Elster, 1991, El cemento de la sociedad, p. 127.

 

v Hay algo que, desde mi juventud acá, nunca he sido capaz de entender, y es de donde habrá sacado la gente que la democracia se opone a la tradición en modo alguno. A mí más bien me parece obvio que la tradición no es más que la democracia proyectada en el tiempo. ... La tradición pudiera definirse como una extensión del privilegio de la concesión del voto. Aceptar la tradición es tanto como conceder derecho de voto a la más oscura de las clases sociales: la de nuestros antepasados; no es más que la democracia de los muertos. La tradición se rehúsa a someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de aquellos que, sólo por casualidad andan todavía por la tierra. Todos los demócratas niegan que el hombre quede excluido de los derechos humanos generales por los accidentes del nacimiento; y bien, la tradición niega que  el hombre quede excluido de semejantes derechos por el accidente de la muerte. Nos enseña la democracia a no desdeñar la opinión de un hombre honrado, así sea nuestro caballerizo; y la democracia también debe exigirnos que no desdeñemos la opinión de un hombre honrado, cuando ese hombre sea nuestro padre. Me es de todo punto imposible separar estas dos ideas: democracia, tradición. Me parece evidente que son una sola y misma idea. Conviene que asista la muerte a nuestros consejos. Los antiguos griegos votaban con piedras, y aquí se votará con piedras tumbales [las piedras de las tumbas, las lápidas, V. E.]; lo cual es enteramente regular y oficial, puesto que la mayor parte de ellas estarán marcadas con una cruz, igual que las papeletas del voto. G. K. Chesterton, edición original 1909, Ortodoxia, p. 88-90.

 

w El tradicional modo de vida orgánico es probablemente imperceptible para sí mismo. Se vive, se danza, se celebra en el ritual y se conmemora en la leyenda, difícilmente se articula teóricamente. Es sólo cuando la serpiente de la teoría abstracta aparece en el jardín, cuando éste es súbitamente percibido y nombrado como comunidad. Sólo entonces alguien comienza a entonar sus alabanzas. Un auténtico tradicionalista, como Al Ghazzali observó, no se reconoce como tal. La comunidad es reivindicada y alabada por aquellos que la han perdido.

Incluso cuando cierta Ilustración denosta la tradición por su arbitrariedad, su crueldad e injusticia, la tradición no se defiende inicialmente en tanto que tradición. Los primieros reaccionarios tienden a ser absolutistas. Defienden su tradición porque la consideran como resultado de la revelación y válida. Usan un lenguaje similar al de sus críticos. O podríamos decirlo al revés: justo porque las religiones “superiores” ya utilizaron teorías con pretensiones universalistas, prepararon el terreno para sus posibles oponentes. Dando razones, implícitamente invitaron a sus críticos a desafiarlos con mejores razones. Por supuesto, podrían invocar a la tradición como un argumento añadido; de Maistre observó que las supersticiones eran los baluartes externos de la fe. No dijo, sin embargo, que constituyeran la ciudadela interior. Ésta es la posición extendida por el tradicionalismo posterior, más sofisticado: la idea de defender una posición no en tanto que verdadera, sino por tradicional. Por lo tanto el cambio crucial llegó cuando se produjo esta inversión: cuando una tradición no se defiende porque encarne lo absoluto, sino que lo absoluto se utiliza como un lenguaje para perpetuar una particular tradición. Esta curiosa evolución se dio en el camino hacia la modernidad. E. Gellner, 2002, Lenguaje y soledad, p. 66.